Se
habla de maratón y atracones cuando toca hablar de las series de
Netflix, la plataforma de contenidos que está revolucionando el panorama
televisivo y que logró colar ‘House of Cards’ en la categoría de mejor
drama de los Emmy. Pero yo, como espectador, suelo decantarme por otra
forma de visionado: la ignorancia. Veo un par de episodios y me agobio
con la cantidad de material que queda por ver porque Netflix estrena
toda la serie de golpe. Y debo ponerle remedio, lo sé, ni que sea para
poder criticar con conocimiento de causa a Kevin Spacey y David Fincher,
que le robaron el hueco a ‘The Good Wife’.
Me
ahuyentó, sin embargo, que se tomara tan en serio a sí misma. Por regla
general me repelen las series cuyas intenciones son tan ambiciosas y
descaradas y ‘House of Cards’ quería ser la mejor serie dramática de la
televisión. Aunque no lo parezca, hay series increíbles que jamás han
ido por estos derroteros: ‘Justified’, ‘Mujeres Desesperadas’, ‘Friday
Night Lights’ y, por supuesto, ‘The Good Wife’. Pero el modelo
“lentitud, frialdad, densidad y antihéroes” me repele casi tanto como
Kevin Spacey hablando a cámara, aunque suelo superar en algún momento
las introducciones y procuro admirarlas más allá de sus pretensiones (o
llego a adorarlas porque logran casar objetivos y resultados). Vamos,
que la pongo otra vez en la cola de series pendientes, que en verano
toca ponerse al día.
Ahora
la serie que está de moda, por lo menos durante estas dos primeras
semanas donde la gente devora los episodios disponibles y otros fingen
que jamás ha existido, es ‘Orange is the New Black’, un drama
presidiario escrito por Jenji Kohan. Puede que yo no fuera amante de su
anterior proyecto, ‘Weeds’, pero este piloto despertó mi interés de
buenas a primeras. No le puedo decir que no a una serie que presenta a
una buena protagonista, Piper Chapman, que comete un error de juventud y
diez años más tarde tiene que ingresar a prisión. Taylor Schilling está
cómoda en el papel y sabe transmitir bien su fuerza, su bisexualidad y
el temor ante el ingreso. También se agradece que intente equilibrar el
humor con la verdad que hay detrás de la verja del centro, y que asuma
que es un drama ya en su formato (en Showtime hubiese sido una comedia
de media hora sin gracia). Y se entiende que Netflix la renovara antes
incluso de su estreno: no solamente debían estar encantados con los
resultados, sino que la televisión no ofrece muchos productos
filo-lésbicos. Buscando nichos, claro que sí.
Pero,
en cambio, por ‘Arrested Development’ no voy a pasar. Se dice de ella
que comprendió el ‘formato Netflix’ y por eso trazó una temporada donde
el humor se reservaba para el final. Entendió que no eran raciones
semanales y comprendió toda la temporada como una obra compacta ya que
el espectador la podía ver en dos tandas, así que se permitió el lujo de
tener episodios poco divertidos de cara al clímax final. Y lo siento
pero no cuela. A eso se le llama tener que trabajar en unas condiciones
deplorables, procurando estructurar las tramas alrededor de las
complicadísimas agendas del reparto y evitando unas escenas corales que
no podían tener lugar porque no podían unirlos a todos en un mismo sitio
al mismo tiempo.
Además
‘Arrested Development’ tiene unos personajes tan excéntricos que pocos
de ellos aguantan episodios centrados en ellos sin saturar. Y los cuatro
episodios que vi fueron lamentables. Cualquier comedia cancelada
durante este año (incluyendo ‘Partners’) tenía más gracia que la familia
Bluth.
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